:: SIETE ::

“¿Un hijo?... ¿estás loca?”. Fue lo único que le dije y dejó de hablarme de súbito. Sus ojos, que hacía dos segundo me comían entero, se tornaron almendras amargas; y sus gestos eran de completo rechazo hacia mí.
Lucía tenía esas cosas, se ilusionaba de pronto con una idea y quería hacerla realidad inmediata sin pararse a pensar un segundo, las proponía de golpe, como cabalgando un caballo al galope, uno de esos caballos azules de Chagall que la dejaban hermosamente ‘equestrienne’ y desnuda ante mis ojos. Me miraba como para devorarme y soltaba sin más su deseo. Yo siempre le daba esperanzas, pero esto era distinto. Tener un hijo ahora no era lo más inteligente ni lo más práctico, destrozaría todos los proyectos que habíamos hecho juntos durante días y noches enteros. Además, no entraba en mis presupuestos darle vida a un nuevo desgraciado que sumar al mundo. Había visto demasiadas vidas tronzadas antes de empezar a ser vidas, demasiados ojos tristes buscando una pequeña esperanza, demasiados seres con los días contados, y eso me predisponía a no dar una oportunidad de fracaso a algo mío, pero Lucía no podía entenderlo, sentía algo en su interior que focalizaba su química natural en deseos que tenían que ver muy poco con lo racional.
Ni siquiera intenté calmarla, pues la conocía demasiado y sabía que cualquier palabra multiplicaría su rabia. Simplemente la dejé sentada frente a la mesita del salón y salí a tomar un poco el aire hasta que ella decidiera salir del asunto por sí sola.
Era la primera vez que me lo pedía, y mi respuesta le había golpeado directo al estómago. Quizás no me lo perdonaría, pero yo no podía ceder en eso.
El día estaba nublado y se presentía una lluvia salvífica que quizás lo solucionase todo sin más. Hacía más de cuatro meses que no caía una gota y se nos estaban como secando los sentimientos.

:: SEIS ::


De noche, y visto desde afuera, el comedor del hotel Fuping Pottery Art Village era una viva reproducción del “Nighthawks” de Hopper, por lo que solía sentarme frente a él, como a unos setenta metros de distancia, cada noche, justo cuando quedaban los últimos comensales apurando sus cenas en las mesitas. Era una experiencia verdaderamente estética que tildó con fuerza mis días en China.
Una de aquellas noches llovió con intensidad y el ambiente, generalmente polvoriento, dejó una estampa extraordinaria que saturaban las luces mortecinas del exterior.
Recuerdo que fue entonces cuando saqué la carta que me había enviado Alberto desde ese mismo lugar, hacía ya dos años, aquella carta que me predispuso a pensar en China como una interesante vía de escape al mundo asfixiante de mis padres, y la leí refugiado bajo el alero de un tejadillo oriental que me protegía del agua.

“Mi querido amigo Quique:

Ya llevo seis días en Fuping y me muevo entre el lógico asombro y cierta decepción, no en vano siento el espíritu del gran Oriente, pero acumulo imágenes de una excesiva occidentalización que me amarga por momentos.
Ayer contraté a un taxista por 6 yuanes para que me llevase de visita a la ciudad vieja y me llevó durante cuatro o cinco kilómetros como un auténtico poseso, adelantando por la cuneta derecha y haciendo salirse de la carretera a los camiones que transitaban en dirección contraria a la nuestra. El calor era pegajoso y el sudor era casi una serigrafía en mi camisa.
En principio, la ciudad vieja no me llamó demasiado la atención y me pareció que carecía de importancia, pero poco a poco fui descubriendo viejos portones realmente atractivos que terminaron cautivándome. A pesar del polvo constante que puebla el ambiente, se aprecia una interesante sensación de limpieza, más que en la ciudad nueva. Mi primera impresión, amigo, fue la de que todo estaba desierto y deshabitado, aunque, a medida que iba observando con más detalle, me percaté de que había ojos tras las rendijas de las casas y acechando en los ventanales, además de que había multitud de ropa y alimentos secándose al sol, signo inequívoco de vida (más tarde me enteré de que a las horas de calor, ésa lo era, todo el mundo se esconde a la sombra fresca de las casas).
Me perdí deliciosamente por aquellas calles hasta que di con la salida al Fuping moderno, atravesé una extensa tierra de nadie en la que solo había un taller de reparación de automóviles y, poco a poco, fui acercándome a lugares que ya conocía de días anteriores, donde la pobreza era manifiesta y la sonrisa de la gente se me hacía familiar.
He pensado mucho en que hubiese sido posible que este viaje lo hubiéramos hecho juntos, y, sin aventurarme mucho, creo que algún día pisaremos estas calles a la vez y sonreiremos a quienes se crucen con nosotros.
Los trabajos van estupendamente, a pesar de que los medios no son de lo más moderno, que algunas herramientas son absolutamente rudimentarias, pero los trabajadores tienen gran disposición y se nota que son buenos profesionales y grandes conocedores de las artes tradicionales chinas de construcción… ya he aprendido algunas cosas muy interesantes que compartiré contigo cuando nos veamos.

Un fuerte abrazo desde Fuping.”

Doblé la carta con cuidado y la devolví al bolsillo trasero de mi pantalón. Alberto había subido a la habitación para ducharse y cambiarse de ropa, todo con el fin de visitar juntos la noche en la zona de Chengguan, que nos habían comentado que era curiosa como poco.
Mientras esperaba a que bajase Alberto, miraba con asombro aquella poética viva que era el cuadro de Hopper redivivo en el Fuping Pottery Art Village y pensaba que estaba aprovechando mi vida, aunque quizás lo había hecho algo tarde. Se me vino a los ojos aquella tarde con Alberto, sentados en mi casa y mirando todas las fotografías que había traído de China… Shanghai, Xi’An, las hermosas montañas sagradas de Hua Xuan, la increíble aldeíta de Dangjiacun, las bañistas de Hancheng, el dulce sosiego que rodea la tumba de Sima Qian, el colorido de los mercados de calle en Fuping, las noches de karaoke, las imágenes de una tormenta enorme y desmesurada que anegó la ciudad vieja, las caras orientales de montones de críos sonriendo, las mujeres chinas –realmente mágicas–, el paseo por Yan Liang… todas aquellas imágenes, junto a las palabras de Alberto, eran una auténtica invitación al viaje. Recuerdo que entonces le dije: “iremos juntos a todos esos lugares, amigo”, pero lo dije sin creérmelo, como quien hace norma de pensar en sueños. Recuerdo que Alberto sonrió y me miró directamente a los ojos con sus ojos increíblemente azules, y su mirada fue de asentimiento.
Y allí estábamos, juntos, en Fuping, realizando un proyecto de locos en un país que todo lo enreda en el absurdo y tedioso trasunto administrativo, sin conocer el idioma y comunicándonos en el peor inglés que pueda imaginarse.
Ya estaba esperando el taxista que habían avisado desde el hotel cuando apareció Alberto, iba con el pelo mojado de la ducha reciente. Nos montamos en el auto, era un viejo Toyota amarillo, y nos perdimos en la noche camino de Chengguan.
Bebimos y reímos… pero yo aún no sabía que, al torcer una esquina, mi mundo cambiaría radicalmente.

:: CINCO ::


Después de comernos los picarones que nos ofreció Cecilia Clara, mientras ella nos miraba con los ojos asombrados, Lucía comentó que se encontraba agotada y que quería dormir. Cecilia Clara enseguida le ofreció su cuartito, con una cama grande que se enmarcaba a los pies de un cabecero de madera con dos cisnes enormes enfrentados por sus picos… era una cabecero como desubicado… bueno, todo en aquella casita estaba como desubicado. Tanto Lucía como yo nos negamos a utilizar su cuarto y su cama, pero ella insistió con absoluta vehemencia, hasta el punto de decirnos que se enfadaría mucho si no aceptábamos lo que nos ofrecía como norma común de hospitalidad. Además, nos indicó que probablemente no volvería en toda la noche a la casita, pues saldría de fiesta en cuanto llegase a recogerla Ramiro y comiesen el resto de picarones que había preparado.
Lucía accedió, se quitó los zapatos, se tumbó sobre la colchita de grecas que vestía la cama y entró en un sueño profundo de inmediato. Yo me quedé charlando con Cecilia Clara hasta que llegó su prometido Ramiro. Lo hacíamos bajito, para no molestar a Lucía, aunque a Lucía no la despertaría nada ni nadie después del agotamiento y la tensión que había acumulado.
No pasó mucho tiempo cuando golpearon en la puerta de forma insistente, un golpeo ensayado que se notaba que había sido puesto en práctica muchas veces. Era Ramiro.
Cecilia Clara abrió y un hombrecito rubio y colorado, con barba de semanas algo descuidada, sonrió desde la puerta antes de que su mirada cobrase el lógico matiz interrogativo de ver a su prometida acompañada por un desconocido en su casa. Cecilia le besó cariñosamente en la mejilla y nos presentó mientras le explicaba lo sucedido. Ramiro entendió rápido la situación y la aceptó con una sonrisa amplia y tendiéndome la mano. Parecía un hombre de carácter afable y me dio mucha conversación mientras Cecilia Clara preparaba la cena sobre la mesita.

- ¿Querrá usted compartir con nosotros? –me dijo.

Yo me excusé y le agradecí la invitación, y ellos comieron rápido y en silencio.
Cuando terminaron, Cecilia recogió la mesa y fregó la loza con una rapidez pasmosa. Me dejó una llave de la casa, por si queríamos salir en algún momento para luego regresar, y me indicó que nos sintiéramos como en nuestra casa tanto Lucía como yo, circunstancia que le agradecí con una sonrisa franca y directa.
Luego se despidieron y salieron agarrados de la mano para irse a la fiesta de la Marinera.
Cuando me quedé solo, sentado, acodado en la mesita, a media luz, me hice un plano de situación y repasé el día entero, y el día anterior, y el anterior… todo había salido a la perfección y estábamos alojados, habíamos llegado a nuestro nuevo destino y tendríamos que empezar a asentarnos en él, a ser parte de todo aquello.
Luego me cansé de cavilar, pero no podía dormir, y mis ojos se clavaron en la bombillita del techo, que estaba disfrazada con una tulipa de color crema, con dibujitos de línea que no conformaban una figura reconocible.
Me dio la sensación de que ya había estado allí antes, mucho antes, y me llegó ese miedo de perfil bajo que siempre acompaña a la memoria… era el mismo miedo que sentí una vez en el hoteli de Gorfan, el mismo que me nubló la mente cuando apagué la luz en mi primera noche en Mangola, el mismo miedo que me rozó al sentir el asfixiante ambiente de Fuping y el alboroto que creaban a mi paso los insectos que habitaban los arbolitos de sus avenidas… era un miedo que me venía desde niño, un miedo que ya sentí cuando iba a las reuniones de ‘La Cruzada de la Bondad’ en la casa de don Patricio Ortega. Su esposa, doña Concepción, era la presidenta de la cruzada y los sábados reunía a niños de los colegios católicos para inculcarnos lo que ella llamaba “el catecismo activo”. Todo consistía en que cada niño se hacía acreedor de una cartillita de cupones y debía salir a la calle con ella y con la intención decidida de hacer el bien… cosas como ayudar a un anciano a cruzar la calle, dejarle el asiento a un adulto en el parque, agacharse a recoger algo que se le hubiera caído a una persona mayor… cuando hacías una buena acción, tenías que presentarte ante quien la recibía como un miembro de “La Cruzada de la Bondad” y rogarle al beneficiario que te firmase en el apartado de firmas de la cartillita. Cuando llegaba el sábado, todos los chavales acudíamos a las cuatro de la tarde a la casa de don Patricio; doña Concepción nos recibía en una sala amplia con muebles antiguos muy cuidados, era una sala que siempre estaba a media luz por el efecto de un extraño juego de cortinones y visillos en las ventanas. Doña Concepción revisaba las firmas de nuestras cartillas y, según su extraño criterio, iba repartiendo cupones que los niños pegábamos con hambre sobre las casillitas que la cartilla tenía dedicadas a ese efecto. Cuando acababa la revisión, llegaba el turno de los castigos, pues ‘las damas de la cruzada’ pasaban informes diarios a doña Concepción del mal comportamiento de algunos de los niños que por allí pasábamos (cosas que les contaban nuestros padres a las ‘damas’… que si no te habías tomado el desayuno, que si no habías respondido con educación a la abuela…). Doña Concepción iba recitando los nombres e imponía los castigos, que consistían en pasar de alférez de la cruzada a cadete, si el asunto no era muy grave (había una estructura de escalas copiada de lo militar), o perder parte o la totalidad de tus cupones, si el asunto alcanzaba cierta magnitud de ‘maldad’. Cuando completabas tu cartilla, te hacías orgulloso acreedor de una enorme Cruz de Santiago, de plástico y de color rojo, que podrías lucir con orgullo para que todos supiesen de tu bondad… pero el miedo al que me refiero, aquel miedo de perfil bajo que ahora siento, llegaba siempre al final de la reuniones, cuando doña Concepción nos invitaba a rezar un Padre Nuestro antes de despedirnos… y lo rezábamos… y yo lo rezaba, pero solo hasta que llegaba esa parte de la oración que dice “… ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte…”… eso no lo decía nunca, porque me entraba como un frío interior que me dejaba mudo… ¿en la hora de nuestra muerte?... si yo no iba a morirme…
Sentí que Lucía balbuceaba unas palabras y me acerqué hasta la alcoba donde dormía. Estaba soñando y hablaba en alto, pero no entendí nada de lo que decía y me acomodé a su lado en la cama, la abracé y pareció que encontró calma en mi abrazo.


:: CUATRO ::


Mientras compro manzanas para Lucía en el mercado que está frente a la iglesia de San Agustín, en la calle Ayacucho, se me va la cabeza a los días del Club Inglés de Arusha. Yo entonces conducía un Toyota Chev de ocho válvulas que pertenecía a alguno de los proyectos anteriores realizados por la organización con la que estaba trabajando como desplazado. Solía comprar a primera hora el 'Majira', un periódico editado en Dar es Salam, y 'The Arusha Times', para ponerme al día de las novedades tanzanas en mi mal inglés. Me llegaba paseando por Makongoro Road hasta el Mercado Central de Somali Road y, allí, buscaba a Salim, mi limpiabotas. La ceremonia era siempre la misma, yo me descalzaba y Salim me dejaba unas chanclas de rueda de camión para sustituir a mis botas, me ofrecía asiento en un viejo sillón de mimbre y, en cuclillas, justo al lado de mi asiento, comenzaba a embetunar mis botas con una pericia indescriptible. La limpieza duraba alrededor de veinte minutos, en los que yo daba un repaso a la prensa del día con auténtica curiosidad. Mientras eso sucedía, grupos de niños desaliñados se acercaban hasta donde yo estaba con sus gritos constantes y enloquecedores de ‘mzungu, zucari… mzungu, zucari’, pero Salim hacía su trabajo a las mil maravillas y los espantaba con agresivas frases en swahili que yo nunca entendía.
Con mis botas brillantes, caminada hasta el taller de Herman, un alemán que contaba con un par de enormes naves industriales dedicadas a la reparación y venta de todoterrenos, así como a la guarda y custodia de los mismos por una pequeña cantidad mensual. Pillaba mi Chev y me acercaba con él hasta los proyectos de Longuido con el fin de revisar cómo marchaban los trabajos del centro de salud que estábamos construyendo, así como de una pequeña antena de radioteléfono con una cobertura de diez kilómetros a la redonda. El viaje era como de una hora y cuarto y absolutamente lleno de dificultades por lo abrupto del terreno. En Longuido siempre salía a recibirme una nube de muchachos que se colgaban del Chev en el último tramo de viaje y mostraban sus sonrisas divinas por las ventanillas. Al llegar, siempre era preceptivo saludar al jefe de la tribu, un Masaai grandote lleno de colgajos en las orejas y con un atuendo que más parecía hawaiano que de África del Este (unas bermudas de colores vivísimos, una gorra amarilla y una camiseta grandona con una leyenda surfera en inglés]. Siempre le llevaba algún detalle para mantenerlo a mi favor, y él lo agradecía con grandes aspavientos mientras me llamaba ‘amico, amico mucho, friend…’. Luego preguntaba por C. K. Muunta, que era el médico del poblado y la persona más cabal y más preparada. C. K. Me daba novedades con todo detalle y me hacía listas de necesidades para que yo hiciese las compras pertinentes en los almacenes de Arusha o en los negocios nativos de Karatu. Llegué a hacer una gran amistad con C. K. Y de vez en cuando le regalaba libros en inglés, pues era un gran lector.
Cuando terminaba mi día de trabajo, volvía a Arusha, y siempre lo hacía con siete u ocho pasajeros entre la cabina y la caja del Chev. Me solían dar buena conversación, en swahili, por supuesto, de tal forma que cada día lo dominaba con más destreza, y yo les enseñaba canciones españolas de borrachos que interpretábamos a coro mientras atravesábamos los aledaños montañosos de la sabana cercana a la falda del Monte Meru.
Ya en Arusha, casi siempre con la anochecida, dejaba a mis pasajeros en un goteo de calles interminable –todos querían que los dejase lo más cerca posible de sus destinos, más que nada para que los familiares y los conocidos los vieran llegar en mi Chev, y yo me dejaba querer–, y luego terminaba siempre en el Club Inglés. Allí tomaba una cerveza inglesa enorme y helada mientras buscaba a algún compañero de billar para darle curso al final del día. Después de un par de partidas, me metía en el cuerpo un buen plato de Cucu y volvía a mi hotel, donde le daba curso a la preparación de mi agenda con las tareas y las compras que realizar al día siguiente.
Algunas noches me quedaba en el Club Inglés a ver algún partido en diferido de la liga inglesa, que en aquel local tenían una conexión por satélite, lo que atraía siempre a casi todos los extranjeros que trabajábamos en la zona. Entonces comía manzanas caramelizadas clavadas en un palito, manzanas como éstas que estoy comprando ahora, manzanas que son mi recuerdo más claro de África, pero entonces no eran manzanas para Lucía…

:: TRES ::


Los días transcurrían monótonos y solo alguna especia venida de repente ponía sal en los ojos. Era constante el triunfo del horario sobre mis movimientos. Dormir, comer, caminar al trabajo, encontrarme los mismos rostros y decirles siempre las mismas palabras, caminar hasta la casa, comer, dormir… en esas circunstancias era muy complicado alumbrar alguna salida, pero la cabeza buscaba esquinas en las que acogerse a un resquicio de luz. No me iba mal, la verdad, si mis mimbres pudieran reducirse a una vida sosegada y a esa cosa tan occidental del ‘tener’, pero sentía un vértigo de ramas que a veces se me hacía insoportable.
Aún no sabía que Lucía existiese, aunque quizás la presentía en mis sueños más lúbricos… incluso en las esquinas de las calles, por las noches, cuando llegaba tarde del trabajo para tumbarme como una longaniza en el sofá.
Si la hubiera tenido unos años antes metida entre los ojos, como ahora, metida justito debajo de la piel o en la boca… o entre las manos cerradas… no habría perdido esos años tan valiosos… pero lo mismo todo hubiera sido de otra manera… peor, no sé.
Entre las tareas diarias, monótonas hasta el asco casi todas, estaba la de preguntarle cada día a Casiana por mis padres, a los que vigilaba de lejos intentando otorgarles la falsa libertad de mi distancia. Casiana era la reina del detalle, pero también de la fabulación ¬–no en vano había crecido en un mundo de dislates, con la mezcla chamánica del indio y el más moderno encaje tecnológico…

- Su padre está rebelde, don Enrique, no me quiere comer las ensaladas, porque tienen cebolla y no le gusta. Le vendrían muy bien sus componentes a la salud y a la cabeza, pero no quiere… y yo le ‘asuso’ y le molesto para empujarle un poco y que la consuma por ‘vergüensa’, pero no encuentro forma… se despierta temprano y sube el volumen del radio hasta su tope… yo le aviso de que molestará a los vecinos, pero gruñe y no me hace caso… entonces me ve enemiga, se lo noto en los ojos, y eso no me gusta, porque yo le respeto como mi mismo papito… lavarse, tampoco quiere cuando toca y me hace perseguirle por la casa hasta que se me aburre y ‘acsede’ a asomarse al agua, pero solo asomarse, don Enrique… yo le digo que levantará mal olor si no se lava, pero siempre me dice que me tape la ‘naris’ mientras se burla… Su madre, ya lo sabe, cada día con un ‘piquito’ menos de memoria, que tengo que andar vigilante, pues derrama lejía en los frijones en su afán de ayudarme en la cocina o me lava los platos con el cepillo dental… siempre tengo que andar tras de ella por miedo a que se pierda o se lastime… ¿recuerda el día que salió a la escalera con la ropa de dormir?... pues sigue en ello empeñada, don Enrique, pero tengo cerrados los pestillos y se queda en la puerta muy quietita, como esperando a que la puertita se abra sola… se hace querer su madre, don Enrique, porque es como una niña pequeñita, como un bebito lindo… pero hay que estar sobre ella todo el tiempo, ¿sabe? …

Los partes de Casiana eran el acicate de mis vuelos, su acento siseante, su sonrisa franquísima y hasta quizás morbosa, sus gestos –que parecían de la Italia del Sur–, su porte desatado…

:: DOS ::


Cecilia Clara fue la mejor amiga de Lucía desde que llegamos a aquel mar de casitas que era como una isla en la ciudad caótica y ruidosa. Caímos allí justo la semana en que se desarrollaba la final de Marinera, el baile típico de la costa, y no había forma de encontrar alojamiento, pues todo estaba a rebosar por la fiesta, así que deambulamos entre la gente, mientras indagábamos alguna forma de pasar la noche.
Lucía se sintió mareada y se sentó en un ladito de la acera por la que caminábamos, apoyada en una pared de piedra. De inmediato, sin darme tiempo a agacharme para besarla y ver cómo se encontraba, una joven menudita, con el rostro absolutamente oriental, se acercó a ella para preocuparse por su estado.

- ¿Está bien, señora?, ¿quizás si le traigo un poquito de agua…?

Yo me acerqué y le agradecí con la mirada su preocupación, mientras le explicaba que llevábamos caminando más de cuatro horas en busca de alojamiento y que la fiestita de la Marinera nos había quitado cualquier esperanza de hacerlo, además de que resultaba imposible sentarse en algún restaurante a comer algo, pues todo estaba ocupado y había grandes colas esperando a comer allá por donde mirásemos.
Ella se presentó. Tenía una voz delicada que le iba a la perfección al corte oriental de su rostro, pero hablaba exactamente igual que Casiana, la chica que hondureña que cuidó de mis padres hasta sus últimos días… ese acento y ese tono de voz siempre me excitaron muchísimo.. y me gustó mucho oírle decir.

- Mi nombre es Cecilia, Cecilia Clara, y tengo una casita aquí al lado. No es muy grande, pues vivo sola, pero creo que podría acogerles en ella hasta que acaben las fiestitas de la Marinera. Si no les parece mal, claro, me encantaría compartir con ustedes.

Lucía la miró y pareció que su rostro rejuvenecía. Sonrió igual que me sonreía a mí cuando quería explicarme con los labios que me amaba, sin palabras, solo con esa sonrisa irregular puesta como un tesoro entre aquellas mejillas sonrosadas y simplemente aceptó su oferta con un…

- Cecilia Clara… es un nombre hermoso.

Nuestra primera comida fueron un par de picarones con miel sobre un platito blanco con orlas de color celeste adornando su borde.

- Los había hecho para celebrar el día con Ramiro, mi pretendiente… pero coman, coman ustedes, que hay suficiente para todos.

El bullicio constante era un fondo magnífico a nuestra primera noche, el bullicio y una luna perfecta dibujada en lo alto, una luna que podría haberla dibujado Chagall esa misma noche para hacer de aquel cielo una cúpula de catedral o el cielo raso del mejor palacio.

:: UNO ::


Las rosas ya no son un buen recurso para los poetas, me dijo, y se quedó como agotada, con los brazos abiertos en cruz sobre la cama. Lucía siempre tenía ocurrencias de ese tipo cuando acabábamos de hacer el amor, y a mí me dejaba pensando como un imbécil al borde de la cama, desnudo, sentado en esa miseria que siempre es un hombre cuando ha sido vencido… otras veces me enfrentaba a sus frases lapidarias postcoitales con discursos extensos, me enfurecía… pero hoy me quedé como transido, igual que uno de esos cuadros secos de Morandi. Lucía sabía cómo derrotarme siempre, y se notaba enseguida que gozaba haciéndolo; pero también es cierto que en el fondo, muy en el fondo, yo estaba muy orgulloso de que ella fuese así, de que me pinchase y me hiciese saltar. La verdad es que siempre tuve cierta pasión por las mujeres inteligentes que supieran un poquito menos que yo, pero que pudieran discutirme y encontrarle veredas a mis formas de ver y de expresarme.
Lucía ya estaba dormida cuando salí del baño, y me fastidió, porque bajo la generosidad del agua había encontrado respuesta en mi cabeza a su lapidación de palabras… pero sencillamente me detuve en mirarla respirar, embobado, hasta que me percaté de que había quedado con Bruno a las once y ya pasaban doce minutos de esa hora. Me vestí de un saltito felino, besé la frente de Lucía con cuidado –su cuerpo se giró al recibir mi beso y quedó medio abrazado a la almohada– y salí apresurado al encuentro de Bruno.
Habíamos quedado junto a la Casa Calonge, un edificio neoclásico aledaño a la Plaza de Armas en el que se dice que alguna vez se alojó Bolívar, y corrí hasta allí por las calles abiertas del centro histórico, atajando por Bolognesi y Pizarro (yo siempre me ufanaba al decir que vivía en la avenida César Vallejo)… llegué sin resuello al lugar de la cita, y allí estaba Bruno con gesto distante, distraído, mirando al gentío que entraba a la abierta Plaza de Armas con diversos afanes y con distintos portes. Le saludé inquieto.

- Perdóname, amigo, me quedé trabado mirando a Lucía y se pasó mi hora.

Bruno sonrió, siempre sonreía para ahorrarse palabras, y me dio un abrazo, como siempre. Caminamos despacio, tramitando tres cuadras entre Independencia y Junín, hasta el Café del Museo del Juguete, un lugar realmente acogedor en el que solíamos hacer charla y solventar nuestros asuntos entre un batido de lúcuma o comiéndonos un delicioso sánguche de pavo si el hambre acuciaba… siempre me quedaba embobado mirando la vieja caja registradora del local, un antiguo armatoste veteado en rojo y negro que funcionaba como el primer día… hoy solo pedimos café, café solo con dos sobrecitos de azúcar.
Ya de camino al Café del Museo, Bruno me adelantó las nuevas dificultades de la obra…

- Los obreros son duros de mollera, Quique, no entienden la mirada occidental ni procesan nuestro tiempo de trabajo… no entienden nada… y el jefe de obra es casi peor que ellos, un auténtico zote que se ha especializado en la dificultad. Mira, tú sabes que yo soy un tipo paciente y que sacarme de quicio resulta casi imposible, pero estos tipos lo están logrando…

Le pedí que se calmara y le dije que ya sabía a lo que se arriesgaba acompañándome en este proyecto, que mantuviera la serenidad y se dejase llevar por el ritmo cansino de la gente…

- Es fundamental adaptarse al lugar y a sus formas, Bruno. Tu trabajo saldrá perfecto si logras esa adaptación: una cabeza pensando en clave centroeuropea y desarrollando su trabajo en esta eterna siesta del Pacífico… tómate un tiempo y medita… y, sobre todo, déjate llevar.