:: SIETE ::

“¿Un hijo?... ¿estás loca?”. Fue lo único que le dije y dejó de hablarme de súbito. Sus ojos, que hacía dos segundo me comían entero, se tornaron almendras amargas; y sus gestos eran de completo rechazo hacia mí.
Lucía tenía esas cosas, se ilusionaba de pronto con una idea y quería hacerla realidad inmediata sin pararse a pensar un segundo, las proponía de golpe, como cabalgando un caballo al galope, uno de esos caballos azules de Chagall que la dejaban hermosamente ‘equestrienne’ y desnuda ante mis ojos. Me miraba como para devorarme y soltaba sin más su deseo. Yo siempre le daba esperanzas, pero esto era distinto. Tener un hijo ahora no era lo más inteligente ni lo más práctico, destrozaría todos los proyectos que habíamos hecho juntos durante días y noches enteros. Además, no entraba en mis presupuestos darle vida a un nuevo desgraciado que sumar al mundo. Había visto demasiadas vidas tronzadas antes de empezar a ser vidas, demasiados ojos tristes buscando una pequeña esperanza, demasiados seres con los días contados, y eso me predisponía a no dar una oportunidad de fracaso a algo mío, pero Lucía no podía entenderlo, sentía algo en su interior que focalizaba su química natural en deseos que tenían que ver muy poco con lo racional.
Ni siquiera intenté calmarla, pues la conocía demasiado y sabía que cualquier palabra multiplicaría su rabia. Simplemente la dejé sentada frente a la mesita del salón y salí a tomar un poco el aire hasta que ella decidiera salir del asunto por sí sola.
Era la primera vez que me lo pedía, y mi respuesta le había golpeado directo al estómago. Quizás no me lo perdonaría, pero yo no podía ceder en eso.
El día estaba nublado y se presentía una lluvia salvífica que quizás lo solucionase todo sin más. Hacía más de cuatro meses que no caía una gota y se nos estaban como secando los sentimientos.

:: SEIS ::


De noche, y visto desde afuera, el comedor del hotel Fuping Pottery Art Village era una viva reproducción del “Nighthawks” de Hopper, por lo que solía sentarme frente a él, como a unos setenta metros de distancia, cada noche, justo cuando quedaban los últimos comensales apurando sus cenas en las mesitas. Era una experiencia verdaderamente estética que tildó con fuerza mis días en China.
Una de aquellas noches llovió con intensidad y el ambiente, generalmente polvoriento, dejó una estampa extraordinaria que saturaban las luces mortecinas del exterior.
Recuerdo que fue entonces cuando saqué la carta que me había enviado Alberto desde ese mismo lugar, hacía ya dos años, aquella carta que me predispuso a pensar en China como una interesante vía de escape al mundo asfixiante de mis padres, y la leí refugiado bajo el alero de un tejadillo oriental que me protegía del agua.

“Mi querido amigo Quique:

Ya llevo seis días en Fuping y me muevo entre el lógico asombro y cierta decepción, no en vano siento el espíritu del gran Oriente, pero acumulo imágenes de una excesiva occidentalización que me amarga por momentos.
Ayer contraté a un taxista por 6 yuanes para que me llevase de visita a la ciudad vieja y me llevó durante cuatro o cinco kilómetros como un auténtico poseso, adelantando por la cuneta derecha y haciendo salirse de la carretera a los camiones que transitaban en dirección contraria a la nuestra. El calor era pegajoso y el sudor era casi una serigrafía en mi camisa.
En principio, la ciudad vieja no me llamó demasiado la atención y me pareció que carecía de importancia, pero poco a poco fui descubriendo viejos portones realmente atractivos que terminaron cautivándome. A pesar del polvo constante que puebla el ambiente, se aprecia una interesante sensación de limpieza, más que en la ciudad nueva. Mi primera impresión, amigo, fue la de que todo estaba desierto y deshabitado, aunque, a medida que iba observando con más detalle, me percaté de que había ojos tras las rendijas de las casas y acechando en los ventanales, además de que había multitud de ropa y alimentos secándose al sol, signo inequívoco de vida (más tarde me enteré de que a las horas de calor, ésa lo era, todo el mundo se esconde a la sombra fresca de las casas).
Me perdí deliciosamente por aquellas calles hasta que di con la salida al Fuping moderno, atravesé una extensa tierra de nadie en la que solo había un taller de reparación de automóviles y, poco a poco, fui acercándome a lugares que ya conocía de días anteriores, donde la pobreza era manifiesta y la sonrisa de la gente se me hacía familiar.
He pensado mucho en que hubiese sido posible que este viaje lo hubiéramos hecho juntos, y, sin aventurarme mucho, creo que algún día pisaremos estas calles a la vez y sonreiremos a quienes se crucen con nosotros.
Los trabajos van estupendamente, a pesar de que los medios no son de lo más moderno, que algunas herramientas son absolutamente rudimentarias, pero los trabajadores tienen gran disposición y se nota que son buenos profesionales y grandes conocedores de las artes tradicionales chinas de construcción… ya he aprendido algunas cosas muy interesantes que compartiré contigo cuando nos veamos.

Un fuerte abrazo desde Fuping.”

Doblé la carta con cuidado y la devolví al bolsillo trasero de mi pantalón. Alberto había subido a la habitación para ducharse y cambiarse de ropa, todo con el fin de visitar juntos la noche en la zona de Chengguan, que nos habían comentado que era curiosa como poco.
Mientras esperaba a que bajase Alberto, miraba con asombro aquella poética viva que era el cuadro de Hopper redivivo en el Fuping Pottery Art Village y pensaba que estaba aprovechando mi vida, aunque quizás lo había hecho algo tarde. Se me vino a los ojos aquella tarde con Alberto, sentados en mi casa y mirando todas las fotografías que había traído de China… Shanghai, Xi’An, las hermosas montañas sagradas de Hua Xuan, la increíble aldeíta de Dangjiacun, las bañistas de Hancheng, el dulce sosiego que rodea la tumba de Sima Qian, el colorido de los mercados de calle en Fuping, las noches de karaoke, las imágenes de una tormenta enorme y desmesurada que anegó la ciudad vieja, las caras orientales de montones de críos sonriendo, las mujeres chinas –realmente mágicas–, el paseo por Yan Liang… todas aquellas imágenes, junto a las palabras de Alberto, eran una auténtica invitación al viaje. Recuerdo que entonces le dije: “iremos juntos a todos esos lugares, amigo”, pero lo dije sin creérmelo, como quien hace norma de pensar en sueños. Recuerdo que Alberto sonrió y me miró directamente a los ojos con sus ojos increíblemente azules, y su mirada fue de asentimiento.
Y allí estábamos, juntos, en Fuping, realizando un proyecto de locos en un país que todo lo enreda en el absurdo y tedioso trasunto administrativo, sin conocer el idioma y comunicándonos en el peor inglés que pueda imaginarse.
Ya estaba esperando el taxista que habían avisado desde el hotel cuando apareció Alberto, iba con el pelo mojado de la ducha reciente. Nos montamos en el auto, era un viejo Toyota amarillo, y nos perdimos en la noche camino de Chengguan.
Bebimos y reímos… pero yo aún no sabía que, al torcer una esquina, mi mundo cambiaría radicalmente.