:: SIETE ::

“¿Un hijo?... ¿estás loca?”. Fue lo único que le dije y dejó de hablarme de súbito. Sus ojos, que hacía dos segundo me comían entero, se tornaron almendras amargas; y sus gestos eran de completo rechazo hacia mí.
Lucía tenía esas cosas, se ilusionaba de pronto con una idea y quería hacerla realidad inmediata sin pararse a pensar un segundo, las proponía de golpe, como cabalgando un caballo al galope, uno de esos caballos azules de Chagall que la dejaban hermosamente ‘equestrienne’ y desnuda ante mis ojos. Me miraba como para devorarme y soltaba sin más su deseo. Yo siempre le daba esperanzas, pero esto era distinto. Tener un hijo ahora no era lo más inteligente ni lo más práctico, destrozaría todos los proyectos que habíamos hecho juntos durante días y noches enteros. Además, no entraba en mis presupuestos darle vida a un nuevo desgraciado que sumar al mundo. Había visto demasiadas vidas tronzadas antes de empezar a ser vidas, demasiados ojos tristes buscando una pequeña esperanza, demasiados seres con los días contados, y eso me predisponía a no dar una oportunidad de fracaso a algo mío, pero Lucía no podía entenderlo, sentía algo en su interior que focalizaba su química natural en deseos que tenían que ver muy poco con lo racional.
Ni siquiera intenté calmarla, pues la conocía demasiado y sabía que cualquier palabra multiplicaría su rabia. Simplemente la dejé sentada frente a la mesita del salón y salí a tomar un poco el aire hasta que ella decidiera salir del asunto por sí sola.
Era la primera vez que me lo pedía, y mi respuesta le había golpeado directo al estómago. Quizás no me lo perdonaría, pero yo no podía ceder en eso.
El día estaba nublado y se presentía una lluvia salvífica que quizás lo solucionase todo sin más. Hacía más de cuatro meses que no caía una gota y se nos estaban como secando los sentimientos.

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