:: CINCO ::


Después de comernos los picarones que nos ofreció Cecilia Clara, mientras ella nos miraba con los ojos asombrados, Lucía comentó que se encontraba agotada y que quería dormir. Cecilia Clara enseguida le ofreció su cuartito, con una cama grande que se enmarcaba a los pies de un cabecero de madera con dos cisnes enormes enfrentados por sus picos… era una cabecero como desubicado… bueno, todo en aquella casita estaba como desubicado. Tanto Lucía como yo nos negamos a utilizar su cuarto y su cama, pero ella insistió con absoluta vehemencia, hasta el punto de decirnos que se enfadaría mucho si no aceptábamos lo que nos ofrecía como norma común de hospitalidad. Además, nos indicó que probablemente no volvería en toda la noche a la casita, pues saldría de fiesta en cuanto llegase a recogerla Ramiro y comiesen el resto de picarones que había preparado.
Lucía accedió, se quitó los zapatos, se tumbó sobre la colchita de grecas que vestía la cama y entró en un sueño profundo de inmediato. Yo me quedé charlando con Cecilia Clara hasta que llegó su prometido Ramiro. Lo hacíamos bajito, para no molestar a Lucía, aunque a Lucía no la despertaría nada ni nadie después del agotamiento y la tensión que había acumulado.
No pasó mucho tiempo cuando golpearon en la puerta de forma insistente, un golpeo ensayado que se notaba que había sido puesto en práctica muchas veces. Era Ramiro.
Cecilia Clara abrió y un hombrecito rubio y colorado, con barba de semanas algo descuidada, sonrió desde la puerta antes de que su mirada cobrase el lógico matiz interrogativo de ver a su prometida acompañada por un desconocido en su casa. Cecilia le besó cariñosamente en la mejilla y nos presentó mientras le explicaba lo sucedido. Ramiro entendió rápido la situación y la aceptó con una sonrisa amplia y tendiéndome la mano. Parecía un hombre de carácter afable y me dio mucha conversación mientras Cecilia Clara preparaba la cena sobre la mesita.

- ¿Querrá usted compartir con nosotros? –me dijo.

Yo me excusé y le agradecí la invitación, y ellos comieron rápido y en silencio.
Cuando terminaron, Cecilia recogió la mesa y fregó la loza con una rapidez pasmosa. Me dejó una llave de la casa, por si queríamos salir en algún momento para luego regresar, y me indicó que nos sintiéramos como en nuestra casa tanto Lucía como yo, circunstancia que le agradecí con una sonrisa franca y directa.
Luego se despidieron y salieron agarrados de la mano para irse a la fiesta de la Marinera.
Cuando me quedé solo, sentado, acodado en la mesita, a media luz, me hice un plano de situación y repasé el día entero, y el día anterior, y el anterior… todo había salido a la perfección y estábamos alojados, habíamos llegado a nuestro nuevo destino y tendríamos que empezar a asentarnos en él, a ser parte de todo aquello.
Luego me cansé de cavilar, pero no podía dormir, y mis ojos se clavaron en la bombillita del techo, que estaba disfrazada con una tulipa de color crema, con dibujitos de línea que no conformaban una figura reconocible.
Me dio la sensación de que ya había estado allí antes, mucho antes, y me llegó ese miedo de perfil bajo que siempre acompaña a la memoria… era el mismo miedo que sentí una vez en el hoteli de Gorfan, el mismo que me nubló la mente cuando apagué la luz en mi primera noche en Mangola, el mismo miedo que me rozó al sentir el asfixiante ambiente de Fuping y el alboroto que creaban a mi paso los insectos que habitaban los arbolitos de sus avenidas… era un miedo que me venía desde niño, un miedo que ya sentí cuando iba a las reuniones de ‘La Cruzada de la Bondad’ en la casa de don Patricio Ortega. Su esposa, doña Concepción, era la presidenta de la cruzada y los sábados reunía a niños de los colegios católicos para inculcarnos lo que ella llamaba “el catecismo activo”. Todo consistía en que cada niño se hacía acreedor de una cartillita de cupones y debía salir a la calle con ella y con la intención decidida de hacer el bien… cosas como ayudar a un anciano a cruzar la calle, dejarle el asiento a un adulto en el parque, agacharse a recoger algo que se le hubiera caído a una persona mayor… cuando hacías una buena acción, tenías que presentarte ante quien la recibía como un miembro de “La Cruzada de la Bondad” y rogarle al beneficiario que te firmase en el apartado de firmas de la cartillita. Cuando llegaba el sábado, todos los chavales acudíamos a las cuatro de la tarde a la casa de don Patricio; doña Concepción nos recibía en una sala amplia con muebles antiguos muy cuidados, era una sala que siempre estaba a media luz por el efecto de un extraño juego de cortinones y visillos en las ventanas. Doña Concepción revisaba las firmas de nuestras cartillas y, según su extraño criterio, iba repartiendo cupones que los niños pegábamos con hambre sobre las casillitas que la cartilla tenía dedicadas a ese efecto. Cuando acababa la revisión, llegaba el turno de los castigos, pues ‘las damas de la cruzada’ pasaban informes diarios a doña Concepción del mal comportamiento de algunos de los niños que por allí pasábamos (cosas que les contaban nuestros padres a las ‘damas’… que si no te habías tomado el desayuno, que si no habías respondido con educación a la abuela…). Doña Concepción iba recitando los nombres e imponía los castigos, que consistían en pasar de alférez de la cruzada a cadete, si el asunto no era muy grave (había una estructura de escalas copiada de lo militar), o perder parte o la totalidad de tus cupones, si el asunto alcanzaba cierta magnitud de ‘maldad’. Cuando completabas tu cartilla, te hacías orgulloso acreedor de una enorme Cruz de Santiago, de plástico y de color rojo, que podrías lucir con orgullo para que todos supiesen de tu bondad… pero el miedo al que me refiero, aquel miedo de perfil bajo que ahora siento, llegaba siempre al final de la reuniones, cuando doña Concepción nos invitaba a rezar un Padre Nuestro antes de despedirnos… y lo rezábamos… y yo lo rezaba, pero solo hasta que llegaba esa parte de la oración que dice “… ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte…”… eso no lo decía nunca, porque me entraba como un frío interior que me dejaba mudo… ¿en la hora de nuestra muerte?... si yo no iba a morirme…
Sentí que Lucía balbuceaba unas palabras y me acerqué hasta la alcoba donde dormía. Estaba soñando y hablaba en alto, pero no entendí nada de lo que decía y me acomodé a su lado en la cama, la abracé y pareció que encontró calma en mi abrazo.


3 comentarios:

mojadopapel dijo...

¿Que pasha?....quiero más.

Donce dijo...

Humm, hummm, pero bueno, qué pasa con el relato? que lleva Vd. un porrón de días sin actualizarlo!!! le sentaron mal los picarones o qué?

luis felipe comendador dijo...

Ya, ya... es que tengo mucho trabajo ahora y no me da tiempo... y encima estoy de blues.
De todas formas, el relato me exige algo más de tiempo, ya que debo tener claras demasiadas cosas según voy escribiendo.
Espero tener nuevos capítulos preparados en breve.
Ya os iré explicando algunas circunstancias del proceso de escritura.

Abrazos a ambas.

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