:: CUATRO ::


Mientras compro manzanas para Lucía en el mercado que está frente a la iglesia de San Agustín, en la calle Ayacucho, se me va la cabeza a los días del Club Inglés de Arusha. Yo entonces conducía un Toyota Chev de ocho válvulas que pertenecía a alguno de los proyectos anteriores realizados por la organización con la que estaba trabajando como desplazado. Solía comprar a primera hora el 'Majira', un periódico editado en Dar es Salam, y 'The Arusha Times', para ponerme al día de las novedades tanzanas en mi mal inglés. Me llegaba paseando por Makongoro Road hasta el Mercado Central de Somali Road y, allí, buscaba a Salim, mi limpiabotas. La ceremonia era siempre la misma, yo me descalzaba y Salim me dejaba unas chanclas de rueda de camión para sustituir a mis botas, me ofrecía asiento en un viejo sillón de mimbre y, en cuclillas, justo al lado de mi asiento, comenzaba a embetunar mis botas con una pericia indescriptible. La limpieza duraba alrededor de veinte minutos, en los que yo daba un repaso a la prensa del día con auténtica curiosidad. Mientras eso sucedía, grupos de niños desaliñados se acercaban hasta donde yo estaba con sus gritos constantes y enloquecedores de ‘mzungu, zucari… mzungu, zucari’, pero Salim hacía su trabajo a las mil maravillas y los espantaba con agresivas frases en swahili que yo nunca entendía.
Con mis botas brillantes, caminada hasta el taller de Herman, un alemán que contaba con un par de enormes naves industriales dedicadas a la reparación y venta de todoterrenos, así como a la guarda y custodia de los mismos por una pequeña cantidad mensual. Pillaba mi Chev y me acercaba con él hasta los proyectos de Longuido con el fin de revisar cómo marchaban los trabajos del centro de salud que estábamos construyendo, así como de una pequeña antena de radioteléfono con una cobertura de diez kilómetros a la redonda. El viaje era como de una hora y cuarto y absolutamente lleno de dificultades por lo abrupto del terreno. En Longuido siempre salía a recibirme una nube de muchachos que se colgaban del Chev en el último tramo de viaje y mostraban sus sonrisas divinas por las ventanillas. Al llegar, siempre era preceptivo saludar al jefe de la tribu, un Masaai grandote lleno de colgajos en las orejas y con un atuendo que más parecía hawaiano que de África del Este (unas bermudas de colores vivísimos, una gorra amarilla y una camiseta grandona con una leyenda surfera en inglés]. Siempre le llevaba algún detalle para mantenerlo a mi favor, y él lo agradecía con grandes aspavientos mientras me llamaba ‘amico, amico mucho, friend…’. Luego preguntaba por C. K. Muunta, que era el médico del poblado y la persona más cabal y más preparada. C. K. Me daba novedades con todo detalle y me hacía listas de necesidades para que yo hiciese las compras pertinentes en los almacenes de Arusha o en los negocios nativos de Karatu. Llegué a hacer una gran amistad con C. K. Y de vez en cuando le regalaba libros en inglés, pues era un gran lector.
Cuando terminaba mi día de trabajo, volvía a Arusha, y siempre lo hacía con siete u ocho pasajeros entre la cabina y la caja del Chev. Me solían dar buena conversación, en swahili, por supuesto, de tal forma que cada día lo dominaba con más destreza, y yo les enseñaba canciones españolas de borrachos que interpretábamos a coro mientras atravesábamos los aledaños montañosos de la sabana cercana a la falda del Monte Meru.
Ya en Arusha, casi siempre con la anochecida, dejaba a mis pasajeros en un goteo de calles interminable –todos querían que los dejase lo más cerca posible de sus destinos, más que nada para que los familiares y los conocidos los vieran llegar en mi Chev, y yo me dejaba querer–, y luego terminaba siempre en el Club Inglés. Allí tomaba una cerveza inglesa enorme y helada mientras buscaba a algún compañero de billar para darle curso al final del día. Después de un par de partidas, me metía en el cuerpo un buen plato de Cucu y volvía a mi hotel, donde le daba curso a la preparación de mi agenda con las tareas y las compras que realizar al día siguiente.
Algunas noches me quedaba en el Club Inglés a ver algún partido en diferido de la liga inglesa, que en aquel local tenían una conexión por satélite, lo que atraía siempre a casi todos los extranjeros que trabajábamos en la zona. Entonces comía manzanas caramelizadas clavadas en un palito, manzanas como éstas que estoy comprando ahora, manzanas que son mi recuerdo más claro de África, pero entonces no eran manzanas para Lucía…

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