:: UNO ::


Las rosas ya no son un buen recurso para los poetas, me dijo, y se quedó como agotada, con los brazos abiertos en cruz sobre la cama. Lucía siempre tenía ocurrencias de ese tipo cuando acabábamos de hacer el amor, y a mí me dejaba pensando como un imbécil al borde de la cama, desnudo, sentado en esa miseria que siempre es un hombre cuando ha sido vencido… otras veces me enfrentaba a sus frases lapidarias postcoitales con discursos extensos, me enfurecía… pero hoy me quedé como transido, igual que uno de esos cuadros secos de Morandi. Lucía sabía cómo derrotarme siempre, y se notaba enseguida que gozaba haciéndolo; pero también es cierto que en el fondo, muy en el fondo, yo estaba muy orgulloso de que ella fuese así, de que me pinchase y me hiciese saltar. La verdad es que siempre tuve cierta pasión por las mujeres inteligentes que supieran un poquito menos que yo, pero que pudieran discutirme y encontrarle veredas a mis formas de ver y de expresarme.
Lucía ya estaba dormida cuando salí del baño, y me fastidió, porque bajo la generosidad del agua había encontrado respuesta en mi cabeza a su lapidación de palabras… pero sencillamente me detuve en mirarla respirar, embobado, hasta que me percaté de que había quedado con Bruno a las once y ya pasaban doce minutos de esa hora. Me vestí de un saltito felino, besé la frente de Lucía con cuidado –su cuerpo se giró al recibir mi beso y quedó medio abrazado a la almohada– y salí apresurado al encuentro de Bruno.
Habíamos quedado junto a la Casa Calonge, un edificio neoclásico aledaño a la Plaza de Armas en el que se dice que alguna vez se alojó Bolívar, y corrí hasta allí por las calles abiertas del centro histórico, atajando por Bolognesi y Pizarro (yo siempre me ufanaba al decir que vivía en la avenida César Vallejo)… llegué sin resuello al lugar de la cita, y allí estaba Bruno con gesto distante, distraído, mirando al gentío que entraba a la abierta Plaza de Armas con diversos afanes y con distintos portes. Le saludé inquieto.

- Perdóname, amigo, me quedé trabado mirando a Lucía y se pasó mi hora.

Bruno sonrió, siempre sonreía para ahorrarse palabras, y me dio un abrazo, como siempre. Caminamos despacio, tramitando tres cuadras entre Independencia y Junín, hasta el Café del Museo del Juguete, un lugar realmente acogedor en el que solíamos hacer charla y solventar nuestros asuntos entre un batido de lúcuma o comiéndonos un delicioso sánguche de pavo si el hambre acuciaba… siempre me quedaba embobado mirando la vieja caja registradora del local, un antiguo armatoste veteado en rojo y negro que funcionaba como el primer día… hoy solo pedimos café, café solo con dos sobrecitos de azúcar.
Ya de camino al Café del Museo, Bruno me adelantó las nuevas dificultades de la obra…

- Los obreros son duros de mollera, Quique, no entienden la mirada occidental ni procesan nuestro tiempo de trabajo… no entienden nada… y el jefe de obra es casi peor que ellos, un auténtico zote que se ha especializado en la dificultad. Mira, tú sabes que yo soy un tipo paciente y que sacarme de quicio resulta casi imposible, pero estos tipos lo están logrando…

Le pedí que se calmara y le dije que ya sabía a lo que se arriesgaba acompañándome en este proyecto, que mantuviera la serenidad y se dejase llevar por el ritmo cansino de la gente…

- Es fundamental adaptarse al lugar y a sus formas, Bruno. Tu trabajo saldrá perfecto si logras esa adaptación: una cabeza pensando en clave centroeuropea y desarrollando su trabajo en esta eterna siesta del Pacífico… tómate un tiempo y medita… y, sobre todo, déjate llevar.

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